Hay momentos en la vida en los que todo se mueve. A veces, sin previo aviso: los lugares cambian, las rutinas se desarman, las certezas se desmoronan. Y ahí estamos, sosteniéndonos entre lo que se va y lo que aún no llega.
El movimiento siempre me mantiene viva, pero hace un tiempo noté en mí cierta resistencia a seguir esos ritmos naturales. Intentaba entender, controlar, anticipar. Hasta que comprendí que nada florece si se lo presiona demasiado; que soltar el control también puede ser una forma de respirar y dejar que lo que tenga que ser, sea.
Confiar en los procesos no significa quedarnos quietos: es una forma de presencia. Es acompañar lo que sucede con calma, escuchar al cuerpo cuando pide una pausa, mirar con ternura lo que dejamos atrás - esa melancolía que también forma parte del camino - y reconocer que cada paso, incluso el incierto, nos lleva a donde necesitamos estar.
Hoy estoy en pleno movimiento - cambio de ciudad, de casa, de paisaje - y, en medio de tanto ir y venir, me repito una y otra vez: respirá... confiá... volvé a vos. Porque cuando la mente se resiste y busca respuestas, el corazón ya sabe el camino.
Decir “confiar” suena sencillo; poder hacerlo es profundamente liberador. Nos enseña que todo tiene su tiempo y que no todo depende de nuestro hacer. La vida, cuando la dejamos fluir, siempre encuentra su manera de sostenernos.
Cuando el corazón guía, el camino tiene sentido.
Para cerrar, quiero compartir un fragmento del libro Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda, que resume este sentir:
“Mira cada camino de cerca y con intención. Pruébalo tantas veces como consideres necesario. Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta... ¿Tiene corazón este camino?
Todos los caminos son lo mismo: no llevan a ninguna parte.
... Si el camino tiene corazón, es bueno; si no, de nada sirve.
Uno hace gozoso el viaje; mientras lo sigas, eres uno con él.
El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hace fuerte, el otro te debilita.”

